Con su trabajo «En las fauces del llop marí«, Javier Pavía Fernández se ha impuesto al resto de relatos presentados. Su historia cuenta cómo dos locos escapan del psiquiátrico de Alicante y huyen hasta llegar a la isla de Tabarca y allí, para escapar de la Guardia Civil, se esconden en una cueva donde creen ver monstruos. En palabras de su autor “es una historia quijotesca donde el humor y la fantasía están presentes”.
Javier Pavía es natural de Madrid y es licenciado en periodismo y bibliotecario de la Biblioteca Nacional de España. Además, cuenta con dos libros publicados: El examen final y Tic, tac.
Por su parte, han resultado finalistas «El fin del Mundo» de María Lucía Plaza Díaz y «Guíate con el corazón» de Ana Pérez Biedma.
El jurado ha estado compuesto por José Luis Ferris, escritor; Carles Cortés, vicerrector de Cultura de la UA; Pedro Soriano, vicepresidente de la Asociación de la Prensa de Alicante; María José Picó, profesora de Filosofía; y Mariano Sánchez, periodista y escritor. Todos ellos se reunieron en la isla el pasado sábado con los miembros de Tabarca Cultural para llevar a cabo la deliberación de esta cuarta edición del concurso. Una vez llegado a un acuerdo se le comunicó la noticia telefónicamente al ganador.
Javier Pavía, que ya conocía la isla, podrá volver y disfrutar de un fin de semana para dos personas en el hotel de Tabarca a elegir entre septiembre y diciembre de este año.
«En las fauces del llop marí», relato ganador:
por Judas Zero
-¡Tierra a la vista! -gritó Miguel.
Abajo, en el camarote, Alonso se esforzaba por ver algo en lontananza haciendo visera con la mano y entornando los ojillos rodeados de arrugas.
-¿Dónde, Sancho? No distingo más que el ancho mar y no escucho más que esos cantos de sirena que nos tratan de atraer a nuestra perdición.
Ya estábamos otra vez. Él ni siquiera se llamaba Sancho, pero le había dado por llamarle así y no había quien le quitara la idea de la cabeza.
-A estribor, señor Alonso. ¡No, no, no! Eso no es estribor, ¡al otro lado, al otro lado!
-Pon rumbo a esa misteriosa ínsula a toda vela, Sancho. Seguro que nos aguardan grandes hazañas entre sus bellos bosques.
Y él, que no se llamaba así pero estaba deseando echar anclas en alguna parte y terminar aquel estúpido viaje, viró a estribor lo más rápido que pudo y poco le faltó para soplar sobre las velas por ver si así empujaba la embarcación con más fuerza. La isla tampoco tenía nada parecido a un bosque, pero ya se daría cuenta al llegar, ¿no?
Cuando pusieron los pies en tierra, Miguel (se llamaba así, no Sancho, aunque ya respondía a ambos nombres por igual) estuvo a punto de besar el suelo. No era el paraíso, pero tenía chiringuitos con aire acondicionado. Le llegaba el olor de la comida recién hecha y no sabía por qué decidirse. Con el poco dinero que llevaba encima casi iba a tener que conformarse con lo más barato de la carta.
Mientras pasaba la vista por los tipos de paellas y veía que no le llegaban los cuatro euros para ninguna, Alonso ya había echado a correr hacia un extremo de la isla.
-¡Rápido, Sancho, a mí! -gritó.
No iba a poder comerse ni un triste pincho de tortilla a salvo del sol. No iba a dejarle ni hablar con alguna de las chicas que tomaba el sol (y en esto las chicas, la verdad, salieron ganando). Pero, al menos, pudo consultar un plano de la isla. No se llamaba Barataria ni Thule, como había dicho Alonso, sino Tabarca, y parecía demasiado pequeña para ser el nido de un poderoso dragón. Tuvo el tiempo suficiente para buscar información en el móvil que llevaba escondido para que no lo viera Alonso y pensara que era brujería.
Persiguió a Alonso hasta un cubículo cuadrado que se alzaba solitario en el extremo de la isla más apartado del bullicio de los chiringuitos.
-Señor Alonso, ¿seguro que no prefiere comer primero? Hace un poco de calor para desfacer entuertos, ¿no cree?
-Mas ¿cómo osáis poner en entredicho la necesidad de salvar a estas pobres gentes, Sancho? ¿No veis acaso lo que este gigante ha hecho con ellas?
Otra vez. Tenía que sacar a Alonso de allí cuanto antes.
-Señor Alonso, esto parece un cuartelillo de la guardia civil, deberíamos ir hacia el otro lado…
-¿Un qué de la qué, amigo Sancho? ¿Es algún tipo de dragón, tal vez?
Vaya tela.
-No lo ataque, por favor, parece bastante sólido y a lo mejor hay alguien dentro…
Pero, apenas había terminado de pronunciar su consejo, Alonso se lanzó al ataque, golpeando una y otra vez la pared con un trozo de remo de madera, blandiéndolo a modo de espada. Sólo conseguía agotarse y que una lluvia de astillas le salpicara con riesgo de metérsele en los ojos y dejarle ciego. Cosa que a Miguel no le habría importado demasiado.
-Señor Alonso, ¿no ve que ya ha vencido? El gigante pide clemencia…
-¿Cómo dices amigo Sancho?
Tenía que inventar algo rápidamente. Recordó lo poco que había leído sobre la isla.
-Este gigante de piedra ya no va a darle más guerra, ¿por qué no atacamos al verdadero monstruo de la isla, señor? Nos espera muy cerca de aquí…
Alonso le miró con los ojos encendidos, enfundándose torpemente el remo en el cinturón. Ahora que había captado su atención, el pincho de tortilla estaba mucho más cerca. Casi podía escuchar cómo batían los huevos al otro lado de la isla.
-¿El verdadero monstruo, has dicho? ¿Y dónde está, amigo Sancho? ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
-Vive en una cueva de esta isla y se alimenta de los habitantes que salen a pescar. Le llaman el Llop Marí: tiene un cuerpo escamoso y viscoso, como un reptil, y una boca con dientes de todos los tamaños. Con los pequeños devora a los niños y, con los grandes, a los adultos. Es una criatura terrible que lleva siglos amedrentando a esta pobre gente.
No estaba mal para haberlo mirado en la wikipedia hacía dos minutos.
-¡Ésa sí que parece una gran aventura, Sancho! Debemos encontrar y dar muerte a esa bestia para poner a salvo a los aldeanos. ¡Llévame adonde vive esa horrenda criatura!
Y eso hizo, pero con una breve parada en el camino.
-Reposemos antes en esta humilde fonda -sugirió Miguel-. Hemos de reponer fuerzas tras haber vencido al poderoso gigante, ¿no cree?
Alonso asintió.
-Dices bien, pues con el estómago vacío no hay aventuras que valgan. ¿No iba acaso Rolando bien comido a las batallas? ¿Y qué me decís de Amadís?
Mientras Alonso disertaba sobre libros de caballerías, Miguel estaba devorando un pincho de tortilla y se bebió una caña de cerveza de un solo trago. Llevaba tanto tiempo sin probarla que ya se notaba piripi.
-Debemos darnos prisa, pardiez, se nota que el terror reina en ésta, la ínsula de Thule -dijo Alonso.
Miguel no veía terror: veía turistas comiendo paella. Unos pocos se estaban quitando la ropa para zambullirse en la playa. Otros se untaban de crema como si fueran tostadas con mantequilla. Algunos cazaban Pokémon. ¿Pero terror? Ni pizca.
-Sí, sí, ya casi estoy. He de coger fuerzas antes de continuar el peligroso viaje -dijo Miguel.
Pidió otra cerveza, aunque no tenía con qué pagarla, y se escabulleron entre el barullo de la hora de comer en busca de su mayor aventura hasta la fecha.
Recorrieron la ciudad de Tabarca (a la que Alonso, por algún motivo, llamaba Planesia, la de las rojas murallas) y comprobaron que era un trayecto mucho más sencillo en barco. Regresaron a su embarcación, levaron anclas y tomaron rumbo a la misteriosa cueva donde habita el Llop Marí.
El camino, aunque corto, fue bastante peligroso. Con Alonso dando presuntos sablazos al aire con su remo, Miguel tenía que dirigir la embarcación pegada a la costa para no perder de vista la isla y era más difícil evitar a los bañistas que a las rocas.
Cuando bordearon la isla vieron la cueva. La boca oscura se abría ante ellos invitando a la maravillosa aventura. Miguel sabía que allí dentro no iban a pescar ningún Llop Marí ni iban a rescatar a sus víctimas secuestradas, pero era su mejor escondite. Alonso entraría, se liaría a mamporros contras las paredes y él, mientras, a lo mejor podía echar la siesta dentro y pensar un poco dónde ir a continuación.
Penetraron en la cueva dejándose llevar por la corriente, sin apenas esfuerzo. Era una gruta larga, de unos cien metros, en la que el agua entraba casi transparente. Había poca profundidad, pero era más que suficiente para su barca.
Entonces se escuchó el silbido por primera vez.
-¿Oyes, Sancho, el grito del Llop Marí? Sabe que nos acercamos a su guarida. Más vale estar prevenidos.
Pero Miguel sabía que aquello no era ninguna criatura mítica. Era un pitido real, estruendoso, que se acercaba a ellos. De nada iba a servir explicárselo a Alonso; lo mejor era ocultarse en el fondo de la cueva y esperar a que pasara el peligro.
Navegaron hasta el mismo fondo de la cueva, espantando a algunos peces y levantando el vuelo de algunas gaviotas. Ojalá hubiera sido más profunda, pero iba a tener que servirles: el pitido cada vez sonaba más cerca. ¡Iban a encontrarles!
-Señor Alonso, miremos en el fondo de la cueva, si no se oculta ahí será porque ha salido a cazar. ¡Lo sorprenderemos cuando vuelva!
El pitido ya era tan fuerte que casi le hacía temblar, amplificado por la cueva. De pronto, cesó.
-Salgan con las manos en alto -gritó una voz metálica amplificada por un megáfono.
-¡El Llop! -gritó Alonso-. ¡El Llop nos desafía, amigo Sancho! Prepara mi lanza y mi montura. ¡Hemos de rescatar a los aldeanos secuestrados!
Pero era tarde para explicarle que eso no era el Llop. Era la guardia civil en una lancha. Y habían perdido.
Salieron de la cueva. Miguel, cabizbajo, ya estaba preparado para que le pusieran las esposas. Alonso se revolvió un poco, casi se golpeó a sí mismo con el remo y, finalmente, fue reducido por dos guardias civiles.
Esa misma tarde los devolvieron al Psiquiátrico Penitenciario de Alicante, donde tuvieron muchas más aventuras.
En las fauces del llop marí
por Judas Zero
-¡Tierra a la vista! -gritó Miguel.
Abajo, en el camarote, Alonso se esforzaba por ver algo en lontananza haciendo visera con la mano y entornando los ojillos rodeados de arrugas.
-¿Dónde, Sancho? No distingo más que el ancho mar y no escucho más que esos cantos de sirena que nos tratan de atraer a nuestra perdición.
Ya estábamos otra vez. Él ni siquiera se llamaba Sancho, pero le había dado por llamarle así y no había quien le quitara la idea de la cabeza.
-A estribor, señor Alonso. ¡No, no, no! Eso no es estribor, ¡al otro lado, al otro lado!
-Pon rumbo a esa misteriosa ínsula a toda vela, Sancho. Seguro que nos aguardan grandes hazañas entre sus bellos bosques.
Y él, que no se llamaba así pero estaba deseando echar anclas en alguna parte y terminar aquel estúpido vi aje, viró a estribor lo más rápido que pudo y poco le faltó para soplar sobre las velas por ver si así empujaba la embarcación con más fuerza. La isla tampoco tenía nada parecido a un bosque, pero ya se daría cuenta al llegar, ¿no?
Cuando pusieron los pies en tierra, Miguel (se llamaba así, no Sancho, aunque ya respondía a ambos nombres por igual) estuvo a punto de besar el suelo. No era el paraíso, pero tenía chiringuitos con aire acondicionado. Le llegaba el olor de la comida recién hecha y no sabía por qué decidirse. Con el poco dinero que llevaba encima casi iba a tener que conformarse con lo más barato de la carta.
Mientras pasaba la vista por los tipos de paellas y veía que no le llegaban los cuatro euros para ninguna, Alonso ya había echado a correr hacia un extremo de la isla.
-¡Rápido, Sancho, a mí! -gritó.
No iba a poder comerse ni un triste pincho de tortilla a salvo del sol. No iba a dejarle ni hablar con alguna de las chicas que tomaba el sol (y en esto las chicas, la verdad, salieron ganando). Pero, al menos, pudo consultar un plano de la isla. No se llamaba Barataria ni Thule, como había dicho Alonso, sino Tabarca, y parecía demasiado pequeña para ser el nido de un poderoso dragón. Tuvo el tiempo suficiente para buscar información en el móvil que llevaba escondido para que no lo viera Alonso y pensara que era brujería.
Persiguió a Alonso hasta un cubículo cuadrado que se alzaba solitario en el extremo de la isla más apartado del bullicio de los chiringuitos.
-Señor Alonso, ¿seguro que no prefiere comer primero? Hace un poco de calor para desfacer entuertos, ¿no cree?
-Mas ¿cómo osáis poner en entredicho la necesidad de salvar a estas pobres gentes, Sancho? ¿No veis acaso lo que este gigante ha hecho con ellas?
Otra vez. Tenía que sacar a Alonso de allí cuanto antes.
-Señor Alonso, esto parece un cuartelillo de la guardia civil, deberíamos ir hacia el otro lado…
-¿Un qué de la qué, amigo Sancho? ¿Es algún tipo de dragón, tal vez?
Vaya tela.
-No lo ataque, por favor, parece bastante sólido y a lo mejor hay alguien dentro…
Pero, apenas había terminado de pronunciar su consejo, Alonso se lanzó al ataque, golpeando una y otra vez la pared con un trozo de remo de madera, blandiéndolo a modo de espada. Sólo conseguía agotarse y que una lluvia de astillas le salpicara con riesgo de metérsele en los ojos y dejarle ciego. Cosa que a Miguel no le habría importado demasiado.
-Señor Alonso, ¿no ve que ya ha vencido? El gigante pide clemencia…
-¿Cómo dices amigo Sancho?
Tenía que inventar algo rápidamente. Recordó lo poco que había leído sobre la isla.
-Este gigante de piedra ya no va a darle más guerra, ¿por qué no atacamos al verdadero monstruo de la isla, señor? Nos espera muy cerca de aquí…
Alonso le miró con los ojos encendidos, enfundándose torpemente el remo en el cinturón. Ahora que había captado su atención, el pincho de tortilla estaba mucho más cerca. Casi podía escuchar cómo batían los huevos al otro lado de la isla.
-¿El verdadero monstruo, has dicho? ¿Y dónde está, amigo Sancho? ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
-Vive en una cu eva de esta isla y se alimenta de los habitantes que salen a pescar. Le llaman el Llop Marí: tiene un cuerpo escamoso y viscoso, como un reptil, y una boca con dientes de todos los tamaños. Con los pequeños devora a los niños y, con los grandes, a los adultos. Es una criatura terrible que lleva siglos amedrentando a esta pobre gente.
No estaba mal para haberlo mirado en la wikipedia hacía dos minutos.
-¡Ésa sí que parece una gran aventura, Sancho! Debemos encontrar y dar muerte a esa bestia para poner a salvo a los aldeanos. ¡Llévame adonde vive esa horrenda criatura!
Y eso hizo, pero con una breve parada en el camino.
-Reposemos antes en esta humilde fonda -sugirió Miguel-. Hemos de reponer fuerzas tras haber vencido al poderoso gigante, ¿no cree?
Alonso asintió.
-Dices bien, pues con el estómago vacío no hay aventuras que valgan. ¿No iba acaso Rolando bien comido a las batallas? ¿Y qué me decís de Amadís?
Mientras Alonso disertaba sobre libros de caballerías, Miguel estaba devorando un pincho de tortilla y se bebió una caña de cerveza de un solo trago. Llevaba tanto tiempo sin probarla que ya se notaba piripi.
-Debemos darnos prisa, pardiez, se nota que el terror reina en ésta, la ínsula de Thule -dijo Alonso.
Miguel no veía terror: veía turistas comiendo paella. Unos pocos se estaban quitando la ropa para zambullirse en la playa. Otros se untaban de crema como si fueran tostadas con mantequilla. Algunos cazaban Pokémon. ¿Pero terror? Ni pizca.
-Sí, sí, ya casi estoy. He de coger fuerzas antes de continuar el peligroso viaje -dijo Miguel.
Pidió otra cerveza, aunque no tenía con qué pagarla, y se escabulleron entre el barullo de la hora de comer en busca de su mayor aventura hasta la fecha.
Recorrieron la ciudad de Tabarca (a la que Alonso, por algún motivo, llamaba Planesia, la de las rojas murallas) y comprobaron que era un trayecto mucho más sencillo en barco. Regresaron a su embarcación, levaron anclas y tomaron rumbo a la misteriosa cueva donde habita el Llop Marí.
El camino, aunque corto, fue bastante peligroso. Con Alonso dando presuntos sablazos al aire con su remo, Miguel tenía que dirigir la embarcación pegada a la costa para no perder de vista la isla y era más difícil evitar a los bañistas que a las rocas.
Cuando bordearon la isla vieron la cueva. La boca oscura se abría ante ellos invitando a la maravillosa aventura. Miguel sabía que allí dentro no iban a pescar ningún Llop Marí ni iban a rescatar a sus víctimas secuestradas, pero era su mejor escondite. Alonso entraría, se liaría a mamporros contras las paredes y él, mientras, a lo mejor podía echar la siesta dentro y pensar un poco dónde ir a continuación.
Penetraron en la cueva dejándose llevar por la corriente, sin apenas esfuerzo. Era una gruta larga, de unos cien metros, en la que el agua entraba casi transparente. Había poca profundidad, pero era más que suficiente para su barca.
Entonces se escuchó el silbido por primera vez.
-¿Oyes, Sancho, el grito del Llop Marí? Sabe que nos acercamos a su guarida. Más vale estar prevenidos.
Pero Miguel sabía que aquello no era ninguna criatura mítica. Era un pitido real, estruendoso, que se acercaba a ellos. De nada iba a servir explicárselo a Alonso; lo mejor era ocultarse en el fondo de la cueva y esperar a que pasara el peligro.
Navegaron hasta el mismo fondo de la cueva, espantando a algunos peces y levantando el vuelo de algunas gaviotas. Ojalá hubiera sido más profunda, pero iba a tener que servirles: el pitido cada vez sonaba más cerca. ¡Iban a encontrarles!
-Se&n tilde;or Alonso, miremos en el fondo de la cueva, si no se oculta ahí será porque ha salido a cazar. ¡Lo sorprenderemos cuando vuelva!
El pitido ya era tan fuerte que casi le hacía temblar, amplificado por la cueva. De pronto, cesó.
-Salgan con las manos en alto -gritó una voz metálica amplificada por un megáfono.
-¡El Llop! -gritó Alonso-. ¡El Llop nos desafía, amigo Sancho! Prepara mi lanza y mi montura. ¡Hemos de rescatar a los aldeanos secuestrados!
Pero era tarde para explicarle que eso no era el Llop. Era la guardia civil en una lancha. Y habían perdido.
Salieron de la cueva. Miguel, cabizbajo, ya estaba preparado para que le pusieran las esposas. Alonso se revolvió un poco, casi se golpeó a sí mismo con el remo y, finalmente, fue reducido por dos guardias civiles.
Esa misma tarde los devolvieron al Psiquiátrico Penitenciario de Alicante, donde tuvieron muchas más aventuras.
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